A SOLAS CON EL AGUA

Lanzo el cigarro a la calle desde mi balcón, no hay ningún gato a la vista paseando por la acera. Y antes de cerrar la puerta, le echo un último vistazo a la luna para ver su fase, luna llena, pero sólo está iluminada justo la mitad, parece una rodaja de sandía, y da la sensación de tener dos machas y una línea curvada, como si fuese una cara de mensajería instantánea pero sin cráneo. Es la primera vez que pillo a la luna sonreírme antes de dormir.

Me quito los pantalones y me meto en la cama con mi portátil. A oscuras, la bombilla del flexo se me fundió hace unos días y todavía no me he acordado de cambiarla. Y tras cargar Windows y abrir el Word, llega la gran pregunta: ¿De qué quiero hablar hoy? Llevo más de una semana sin escribir nada, por eso ya iba siendo hora. Hoy quiero dedicarle unas líneas a mi psicólogo: El mar.

Un día, da igual cuando fue, no tenía nada que hacer, no sabía a quién llamar, porque realmente no me apetecía llamar a nadie, pero necesitaba compañía. Agarré las llaves del coche y saqué “mi foca” de la cochera. Tomé rumbo a la playa. En un domingo de otoño tras la resaca, voy a la playa. Yo no estoy cuerdo, pero mientras no cometa un delito estaré tranquilo conmigo mismo. Llegué a Los Nietos. La playa donde he veraneado toda mi vida. En una casita en primera fila al mar. Será la playa más aburrida, será la playa con las peores aguas del mediterráneo, y todo lo que digan. Pero dormir junto a una ventana escuchando el mar, no tiene precio. Abrí la puerta de casa, encendí el automático. Crucé al otro lado para ir al salón, y abrí las pesadas puertas correderas de madera que dan al paseo. Mi estado interior cambió por completo tras abrir esas puertas como si fuesen un telón, y ver que de repente, que en sólo veinte minutos de carretera, había llegado donde más me gustaba estar. No había ni un alma, ni un ruido de ciudad. Al horizonte se ve La Manga, como si fuese una ciudad llena de edificios flotantes en el agua. La tarde refrescaba, pero no hacía viento que es lo que más me incordia. Al frío te acostumbras, pero al viento no. Lo cual me alegró, ya que es típica su presencia por esas fechas. Y quería absoluta tranquilidad. La gente estará ahora disfrutando del domingo por la tarde con la familia, los amigos, las parejas… el fútbol, los bares, las largas charlas acompañadas del café después de las comidas, las consolas, el Messenger, el cine, el centro comercial, visitar a los amigos, habrá quien tenga que trabajar por desgracia, o aprovecha para estudiar, tocar música… hay infinidad de cosas que uno puede hacer en domingo. Pero yo decidí apartarme de todo eso por una vez y buscar algo nuevo, algo que pudiera compartir con mi interior. El mar es perfecto para eso, ese sonido de la naturaleza, además de la sensación tan relajante que da mirar ese vaivén tan tranquilo del agua. Lava tus tonterías de la cabeza y te da un sentido más sano a lo que piensas.

Me voy al “espigón”, es un camino de piedra que se adentra unos cien metros al mar para los pescadores. Hay varios a lo largo de todo el paseo, yo me voy siempre al mismo, al que tengo más cerca de mi casa. Me siento en el bordillo mientras miro como el agua baña con su particular movimiento las grandes rocas que hay abajo. Veo a través del agua cristalina, donde a la vez está mi reflejo distorsionado, los peces, los pequeños cangrejos que ojalá lleguen a viejos, y las algas.

“Mírate, cómo estás cambiando con el paso de los años”. Es lo primero que me dice el mar. ¿O lo dice mi reflejo? ¿O tal vez es que puedo oír hablar  a los cangrejos? No importa. La siguiente pregunta que me formula es la tan oída: “¿Eres feliz?” Qué más da ya ni lo sé, tantas veces me lo he preguntado y nunca he sabido responderlo. Así que, lo sea o no, que le den por culo. Además, ser feliz es un estado, por el hecho de que seas feliz, no quiere decir que no vuelvas a llorar en toda tu vida, ¿y alguien ha llorado alguna vez por una triste desgracia y a la vez pensaba: “qué feliz soy aun así”? Es ridículo pues. Miro con optimismo la vida. Por muchas cosas que pasen, siempre seguiré en pié. Y trato de aprender, de ver todo lo que pueda ver, de oír todo lo que pueda oír, saber todo lo que la vida tiene ahí para que lo podamos sentir.

Una pareja, con una niña pequeña de unos tres o cuatro años, se aproximan. Eso ya es otra cosa con respecto a lo que estaba pensando. Yo al paso que voy creo que me quedaré soltero, tan remota veo la posibilidad de tener la oportunidad de ser padre, que me entristecería no poder sentir  el tener entre mis brazos y educar a una criatura que fuera de mi sangre y de mi pareja. Pero es algo que no se consigue por uno mismo, como los estudios o el ascenso en el trabajo. Bueno, en parte sí, pero antes de eso, hay que tener la oportunidad de conocer, y después atravesar el largo proceso que todo quien que haya tenido pareja se sabe. Y que el destino dicte como irá.

La pareja hablaba tranquilamente mientras paseaban, mirando a unos metros de distancia mía también el mar. La niña correteaba de un lado para otro, ¿qué otra cosa iba hacer para distraerse? Entonces se alejó de sus padres y se me acercó:

-          ¡Hola guapo! – Me dice con toda su inocencia.

Me hace gracia y le contesto igual.

-          Hola guapísima. – Sonriéndole por la gracia que me había hecho.

Entonces sus padres la llamaron y le dijeron que no molestase a la gente. ¿Qué molestia?

Al poco rato, se fueron, y yo hice lo mismo en cuanto el sol empezaba a ocultarse. Me abroché la cazadora y volví a casa.

Y podría seguir contando más cosas de la tarde, pero por la hora que es, creo que debería de publicar esto y cerrar el portátil hasta mañana.

Sólo por último y rápidamente añadir que cuando estoy en el centro de Cartagena, y siento la necesidad de irme a la playa por este motivo que he relatado, lo que hago es irme al puerto de Cartagena, si tengo algún hueco libre, y me siento en un banco mientras miro los barcos. No es lo mismo, pero hay agua.